Cuento-Aventuras
Ofreciendo cuentos infantiles para familias
El Abrazo de la Montaña
Era un día de invierno como cualquier otro en el pequeño pueblo de la sierra, pero Helena y su hijo Martín no podían imaginar que esa caminata por la montaña cambiaría sus vidas. Decidieron aventurarse temprano, antes de que el clima empeorara, pero las nubes oscuras ya se veían en el horizonte, cargadas de nieve.
—No nos alejaremos mucho, solo hasta el claro donde siempre vamos —dijo Helena, sujetando la mano de Martín, de nueve años.
—¿Y si nieva? —preguntó Martín, mirando al cielo con preocupación.
—Estaremos de vuelta antes de que empiece —respondió su madre con una sonrisa tranquilizadora.
Sin embargo, la montaña tenía otros planes. A mitad del recorrido, el viento comenzó a soplar con fuerza, y grandes copos de nieve cayeron en ráfagas, cubriendo todo a su paso. En pocos minutos, la nieve les llegaba hasta las rodillas y el camino por donde habían venido ya no era visible.
—Tenemos que buscar refugio —dijo Helena, tirando de Martín hacia un grupo de rocas que sobresalían en la ladera.
Avanzaron lentamente, con el viento golpeando sus rostros y las manos cada vez más entumecidas por el frío. La nieve se acumulaba sobre ellos, y el cansancio empezaba a pesarles en las piernas. Tras lo que les pareció una eternidad, Helena divisó una pequeña cueva oculta detrás de un saliente rocoso.
—Vamos, rápido, allí estaremos a salvo —dijo Helena, con la voz apenas audible por el viento.
Se refugiaron dentro de la cueva. No era muy profunda, pero los protegía del viento helado. El silencio dentro era un contraste con la furia de la tormenta afuera. Se abrazaron, intentando calentarse.
—Mamá, tengo mucho frío —susurró Martín, temblando.
Helena le frotó las manos y la cara, tratando de devolverle algo de calor. Sus propios pies y manos estaban casi insensibles, pero no podía permitirse pensar en ello. Sabía que la tormenta duraría, y la noche estaba cada vez más cerca.
—Vamos a salir de esta, Martín. Solo tenemos que ser fuertes un poco más.
Usaron sus abrigos como mantas, y aunque estaban agotados, sabían que dormir era peligroso. Tenían que mantenerse despiertos, resistiendo el frío que les mordía la piel. Helena no podía dejar que el miedo los venciera. Recordaba las historias que había oído sobre personas que se perdían en la montaña y nunca regresaban, pero no podía permitir que ese fuera su destino.
—Piensa en casa, en el fuego en la chimenea... en la cena que haremos cuando volvamos —dijo Helena, intentando distraer a Martín y a sí misma.
Al amanecer, la tormenta se calmó un poco, y sabían que debían moverse si querían sobrevivir. Con gran esfuerzo, salieron de la cueva, cada paso era una lucha contra la nieve profunda y el cansancio que ya sentían en los huesos. El frío les congelaba las manos y pies. Helena sentía que sus dedos ya no le respondían, y Martín lloraba en silencio, con las mejillas rojas y los labios agrietados.
—No te rindas, Martín —dijo Helena con firmeza, aunque por dentro sentía el mismo agotamiento.
Avanzaron por lo que les parecieron horas, las piernas pesadas como plomo, la nieve se adhería a sus botas, y cada paso se volvía más difícil que el anterior. Los rostros estaban quemados por el frío, y cada respiración era dolorosa. Helena miraba a su hijo, que a pesar del cansancio seguía caminando a su lado, decidido a no detenerse.
En un momento, Helena pensó que no lo lograrían. La montaña era inmensa, blanca e implacable, pero entonces, al mirar hacia el valle, vio algo. En la distancia, se asomaban tejados cubiertos de nieve y un rastro de humo que salía de las chimeneas.
—¡Mira, Martín! ¡Un pueblo! —gritó Helena, con una mezcla de alivio y desesperación.
Las últimas fuerzas que les quedaban surgieron de sus cuerpos cansados. Siguieron caminando, con las piernas pesadas y el frío aferrado a sus cuerpos, hasta que finalmente llegaron a las primeras casas.
Una anciana los vio desde su ventana y salió corriendo a ayudarlos.
—¡Dios mío! Están congelados. Vengan, rápido, entren —dijo, guiándolos hacia una pequeña cabaña con una cálida chimenea encendida.
Dentro, el calor de la hoguera fue un bálsamo para sus cuerpos helados. Se quitaron las ropas mojadas y las manos temblorosas se acercaron al fuego. La anciana les ofreció mantas, sopa caliente y pan recién hecho.
—No es mucho, pero les ayudará a entrar en calor —dijo con una sonrisa amable.
Helena y Martín tomaron la sopa, sintiendo cómo el calor les devolvía la vida. A su alrededor, la gente del pueblo los recibió con abrazos, ofreciéndoles ropa seca y abrigos. El calor de la chimenea y el olor a pan recién horneado les llenaban de un alivio indescriptible.
—Gracias —susurró Helena, con lágrimas en los ojos—. Gracias por salvarnos.
—No hay nada que agradecer —respondió la anciana—. Ustedes tuvieron la valentía de no rendirse. La montaña puede ser cruel, pero los que no se dejan vencer por ella siempre encuentran su camino.
Esa noche, Helena y Martín durmieron junto al fuego, sintiendo que, a pesar de la tormenta, su audacia y ganas de vivir los habían llevado de regreso al calor de un hogar, aunque no fuera el suyo. Y en sus corazones, sabían que, gracias a su fuerza y a la bondad de los desconocidos, habían ganado la batalla contra la montaña.
Fin.