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El Regalo Envenenado

En el año 2147, cuando se inventaron las pastillas para no envejecer, todos pensaron que la humanidad había alcanzado la perfección. La idea de vivir para siempre se volvió irresistible, y en pocos años, aquellos con suficiente poder y dinero tuvieron acceso a la juventud eterna. Se decía que las pastillas eliminaban las arrugas, fortalecían el cuerpo y garantizaban siglos de vida sin enfermedades. Pero lo que nadie previó fue cómo cambiaría la vida cuando la gente dejara de envejecer.

Tomás, como muchos, había sido uno de los primeros en recibir las pastillas. Con apenas treinta años, decidió nunca más preocuparse por el tiempo. Lo que antes era una carrera contra el reloj —trabajar, formar una familia, lograr metas— se volvió innecesario. Podía hacerlo en cualquier momento, o no hacerlo nunca. Y como él, millones de personas comenzaron a vivir con esa misma mentalidad: “Tengo tiempo, no hay apuro”. Las calles se llenaron de cuerpos jóvenes, pero con almas que empezaban a sentir un vacío.

Las ciudades se transformaron en metrópolis desbordantes. Los edificios se extendían hacia el cielo, y bajo ellos, los mortales, aquellos que no podían pagar las pastillas, seguían envejeciendo. Vivían en barrios marginales, donde el polvo y la pobreza reinaban. Había una barrera invisible, pero muy real, que separaba a los inmortales de los mortales, quienes solo podían soñar con la posibilidad de detener el tiempo.

Tomás, después de cincuenta años tomando las pastillas, empezó a notar algo que no había anticipado: la vida sin final era extrañamente vacía. Se dio cuenta de que ya no tenía ningún deseo urgente por hacer cosas nuevas. Su lista de sueños, una vez vibrante, se había desvanecido. Las relaciones que había formado también empezaban a perder su brillo. Si siempre hay un mañana, ¿qué valor tiene el presente?

Los conflictos no tardaron en llegar. Los recursos del planeta comenzaron a agotarse. Con la población mundial en constante crecimiento y las personas viviendo siglos, la Tierra simplemente no podía sostenerlos a todos. Los gobiernos debatían sobre quién merecía vivir para siempre, y las revueltas en los barrios mortales se hicieron cada vez más violentas. Los inmortales, como se les llamaba, eran el blanco del odio de aquellos que no podían acceder a las pastillas. El resentimiento creció y las primeras rebeliones estallaron.

Un día, Tomás conoció a Laura, una mujer que no tomaba las pastillas a propósito. La había visto varias veces en las reuniones clandestinas del Club de los Que Dejan Ir, un grupo de personas que, tras décadas de juventud eterna, decidieron dejar de tomar las pastillas y permitir que el tiempo los alcanzara nuevamente. Tomás, intrigado por su decisión, la siguió un día después de una de las reuniones.

—¿Por qué lo haces? —le preguntó cuando finalmente se acercó a ella en una cafetería. Laura lo miró y sonrió con una tristeza inusual.

—Porque descubrí que sin un final, la vida no tiene sentido —dijo ella—. No hay urgencia, no hay propósito. Vivir para siempre es como leer un libro sin última página. Nunca cierras el ciclo.

Esa conversación cambió algo en Tomás. Esa noche, guardó sus pastillas en un cajón y no volvió a tomarlas. Decidió seguir el ejemplo de Laura y, como muchos otros que se unían al movimiento, comenzó a dejar que su cuerpo sintiera el paso del tiempo. Las primeras arrugas lo sorprendieron, pero en lugar de miedo, sintió una extraña paz. Sabía que estaba volviendo a la normalidad.

Sin embargo, no todos estaban dispuestos a renunciar a la eternidad. Los gobiernos y las grandes corporaciones decidieron tomar medidas drásticas. Expandir el acceso a las pastillas significaba el colapso del planeta, pero limitarlas también generaba conflictos. Se estableció un control más riguroso sobre quién podía tomarlas, y surgió el comercio ilegal de pastillas, vendidas a precios exorbitantes en el mercado negro.

A medida que las décadas pasaban, las ciudades comenzaron a dividirse aún más. Los inmortales vivían en lujosas torres, mientras que los mortales envejecían y morían en la periferia. Algunos inmortales, atrapados en sus cuerpos jóvenes pero con mentes cansadas, se refugiaron en sus apartamentos, desconectados del mundo, incapaces de soportar la monotonía de la eternidad.

Una tarde, Laura y Tomás subieron a una colina desde la cual podían ver toda la ciudad. Ella ya tenía canas, y él empezaba a mostrar signos de envejecimiento. Pero ambos sonreían.

—¿Qué crees que pasará? —preguntó Tomás, mirando el horizonte donde los edificios de los inmortales se alzaban imponentes.

—El tiempo pondrá todo en su lugar —respondió Laura—. Vivir para siempre es un regalo envenenado. Nosotros elegimos vivir plenamente, sabiendo que hay un final.

Y así, mientras el sol se ponía, Tomás comprendió que la vida no se medía por su duración, sino por la intensidad con la que se vivía. En un mundo donde la eternidad era posible, él había elegido ser mortal. Y por primera vez en mucho tiempo, se sintió verdaderamente vivo.

Fin.

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