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No te metas con los árboles

Matías, que tenía una extraña costumbre: cada vez que pasaba cerca de un árbol, lo maltrataba. Rompía sus ramas, arrancaba sus hojas y, si tenía una pelota, la lanzaba con todas sus fuerzas contra los troncos. Era su diversión favorita, aunque todos le decían que debía respetar a los árboles.

Una tarde, Matías decidió aventurarse más allá del parque y caminó hacia el bosque que se encontraba en las afueras de su pueblo. Allí los árboles eran enormes, altos y sus ramas parecían retorcerse como si quisieran alcanzar el cielo. Matías, sin pensarlo, agarró una rama y comenzó a romperla, disfrutando del sonido crujiente que hacía al quebrarse. Pero esta vez, algo extraño ocurrió.

Un susurro leve, casi como un viento helado, atravesó el bosque. "¿Por qué nos haces daño?" escuchó Matías, pero no veía a nadie. Miró a su alrededor, un poco inquieto, pero siguió golpeando el tronco de otro árbol con un palo que había encontrado.

De repente, las ramas de los árboles comenzaron a moverse, pero no había viento. Matías intentó correr, pero sus pies se quedaron atrapados en unas raíces que surgieron de la tierra. "Déjenme ir", gritaba, pero las ramas se estiraron más y más, envolviéndolo como si lo estuvieran abrazando... pero no era un abrazo normal.

"Es hora de aprender", dijo una voz profunda y antigua, que parecía provenir de todos los árboles a la vez. Las hojas susurraban secretos en su oído y, poco a poco, Matías sintió cómo sus piernas se volvían rígidas. Miró hacia abajo y vio que sus pies ya no eran pies. ¡Eran raíces! Su piel comenzó a transformarse en corteza, y sus brazos se alargaron, convirtiéndose en ramas.

Matías intentó gritar, pero su boca ya no podía moverse. Su cuerpo entero se transformó en un tronco, y su cabello en pequeñas hojas que crujían al viento. Ahora era un árbol. Podía sentir la tierra bajo él, el sol en sus hojas... pero también podía sentir todo lo que le hacía falta.

Pasaron los días, y Matías, ahora atrapado como un árbol, observaba a los niños que jugaban cerca de él. Un día, un niño llegó con una pelota y, sin pensarlo, la lanzó contra el tronco de Matías con todas sus fuerzas. El golpe fue fuerte, y Matías sintió el dolor, tal como los árboles lo habían sentido antes por su culpa.

Una lágrima invisible recorrió su tronco de corteza. Ahora entendía. Y entonces lo supo: no era el único. A su alrededor, todos los árboles susurraban. Alguna vez, todos habían sido niños como él, niños que maltrataban a las plantas. Y ahora estaban allí, atrapados para siempre.

El ciclo nunca terminaba. Porque siempre habría otro niño que no respetara a los árboles.

Fin.

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